Desde que tengo uso de razón que me encantan los
animales. Si bien tengo una marcada preferencia por los perros, soy de esas
personas que cambian completamente en presencia de cualquier animal.
Siempre
quise tener un perro. Cuando era muy chica, recuerdo que teníamos un perrito
callejero que se llamaba “Batata”. Yo era demasiado pequeña y no tengo muy
frescos los recuerdos de ese perrito, pero si veo fotos de aquellas épocas
puedo recordar que lo adoraba y lo mucho que me divertía jugar con él. Lamentablemente, una vecina de esas que no
quieren a nadie, lo envenenó. Batata sufrió mucho, y fue un golpe muy duro que
mis padres no supieron superar enseguida. De ahí en adelante, a pesar de mis
insistentes pedidos, nunca accedieron a volver a tener un perro.
Corría el
año 2003, y yo estaba estudiando la carrera de veterinaria. Un sábado, que
había salido al cine con dos amigos, recibí un llamado de mi padre diciéndome
que en casa me estaba esperando “una amiga”. Me pareció muy extraño, ya que yo
no esperaba a nadie ese día. Grata fue mi sorpresa cuando, al llegar a casa, me
encontré con “mi amiga” escondida entre mis ositos de peluche: una cachorrita
de raza Ovejero Alemán. Era una bola de pelos, de patas cortas y muy anchas, las
orejas enormes y bien paraditas. Nuestro amor fue instantáneo. La nombré “Atena”,
en honor a uno de mis personajes favoritos de un dibujito animado que veía en
mi infancia.
Hoy ya han
pasado casi once años de ese momento, y hace dos años y medio que Atena no se
encuentra entre nosotros. Pero yo siempre recuerdo esa bola de pelos entre mis
peluches. Nunca olvidaré aquel día.
Nunca te voy a olvidar, perro hermoso.
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